La deserción escolar es un predictor de pobreza. Que las niñas más vulnerables se sigan educando puede ser la diferencia entre un 2020 que se cuenta como una prueba superada o como un dolor que se prolonga porque ganó la adversidad.
Este año será evocado en las conversaciones futuras por la huella que dejó en nuestras vidas. Muchos habrán perdido seres queridos. Para otros, el recuerdo principal será la quemante experiencia de la vulnerabilidad física y económica. Y algunos atesorarán aprendizajes de un tiempo distinto a todo lo que conocíamos. Pero este 2020 tiene la posibilidad de ser devastador para los niños y las niñas de hoy que arrastren los efectos de esta pandemia hasta sus vidas adultas.
La educación es determinante en el progreso y la movilidad social, la inserción laboral y los ingresos. En este tiempo, hemos visto grandes esfuerzos de las y los profesores por continuar la educación de sus alumnos. Se ha avanzado en digitalización y se han usado todos los medios disponibles para llegar a niños y niñas. Una asignatura se puede recuperar. Lo grave es que se rompa el hábito y, con él, el vínculo con una comunidad educativa donde hay desafíos, rigor, diversidad, afán de superación y tantos otros valores que definen nuestra vida adulta.
Ir a la escuela no es un hábito tan automático como se podría desear. Cuando se vive en un hogar donde hay drogadicción, alcoholismo o violencia, la asistencia está en suspenso día a día. En cuarentena, ese vínculo puede debilitarse aún más. Casi un tercio de las personas en hacinamiento tienen entre 4 y 17 años (Idea País, 2020). El 17% de los niños, niñas y adolescentes viven en hogares carentes desde el punto de vista material. Y muchos no logran seguir las clases virtuales porque no tienen conexión a internet o computador (43,1% de los hogares no tenía computador, según Casen 2017), o porque el adulto en su casa no tiene la preparación o el tiempo para guiarlos en su aprendizaje.
El apremio económico agrava el peligro de desertar y quedar fuera del sistema educacional. Las más vulnerables son las niñas que, cuando se convierten en Ninis (que no estudian ni trabajan, pero en su mayoría sí realizan tareas de cuidado), tienen una gran dificultad para reinsertarse. Y esto puede definir sus vidas. Ellas pagan un alto precio en pérdida de autoestima, embarazo adolescente, dificultades para emplearse y lograr autonomía. Las brechas crecerán en la adultez y las conducirán a una pensión bajísima en la vejez. La deserción escolar es un predictor de pobreza.
Las generaciones que ahora se están educando enfrentarán un entorno laboral más digitalizado y, en un escenario post COVID-19, con una mayor automatización. El desafío es encontrar el momento adecuado para volver a clases, sin sacrificar la seguridad, y dar las mayores facilidades para que las y los alumnos retornen. Tomar esa decisión con altura de miras y mostrar una visión de futuro, en que valga la pena hacer el esfuerzo porque habrá la retribución de una vida mejor, es crucial. Mientras, que las niñas más vulnerables se sigan educando puede ser la diferencia entre un 2020 que se cuenta como una prueba superada o como un dolor que se prolonga porque ganó la adversidad.
Por Mercedes Ducci Budge, presidenta de ComunidadMujer.
Columna publicada en La Tercera el viernes 17 de julio de 2020.