La reforma de pensiones retomará su discusión en la Comisión de Trabajo del Senado a comienzos de marzo, después de una tramitación que ha tenido un derrotero difícil y requiere, en esta etapa, de acuerdos transversales que permitan destrabarla y llevarla a buen término.
Son varios los debates sustantivos por acometer en un proyecto de esta complejidad, siendo uno de los más difíciles el financiamiento y destino de la cotización adicional propuesta para subir las pensiones, que debe tener presente el necesario estímulo al empleo.
Otra de sus aristas incorpora una perspectiva de género, pues la reforma del Ejecutivo reconoce en el sistema de capitalización individual elementos estructurales que reproducen las desigualdades entre hombres y mujeres presentes en el mercado laboral, con claros efectos negativos para ellas y su empobrecimiento en la vejez.
Las mujeres representan el 51,6% de los/as pensionados en noviembre de 2023, es decir, 967 mil personas en total (Superintendencia de Pensiones). Para ellas, la pensión promedio autofinanciada alcanza las 5,60 UF y la mediana 3,74 UF; mientras que para los hombres, estos montos ascienden a 8,58 UF y 4,93 UF, respectivamente. Estas diferencias se traducen en una brecha de género de 34,7% en la pensión promedio y de 24,1% en la pensión mediana.
Ahora bien, si sumamos la Pensión Garantizada Universal (PGU) o el aporte previsional solidario (APS), las pensiones totales de las mujeres alcanzan las 8,48 UF y 6,13 UF -promedio y mediana, respectivamente-, y las de los hombres llegan a 13,02 UF y 9,91 UF. Lo anterior representa una brecha de género de 34,9% en la pensión total promedio y de 38,1% en la pensión total mediana. Es decir, la diferencia se mantiene e incluso se profundiza.
La evidencia demuestra que, en los sistemas previsionales basados en la trayectoria laboral, salarial y contributiva, las mujeres registran una menor cobertura y perciben beneficios inferiores. En concreto, la capitalización individual introduce formas de discriminación directa e indirecta hacia ellas: en primer lugar, las tablas de mortalidad diferenciadas por sexo incorporan su mayor esperanza de vida, algo que es inherente a ellas; segundo, hay una falta de reconocimiento del trabajo de cuidados no remunerado que desempeñan en su mayoría las mujeres, labor que les impide trabajar remuneradamente o se traduce en informalidad y en lagunas previsionales; y, tercero, la brecha salarial de género, que tiene su origen en la segmentación vertical (acceso a cargos) y horizontal (sectores económicos feminizados) del mercado laboral, convirtiéndose en menores cotizaciones. A lo anterior se suma la diferencia en la edad de jubilación, cuya equiparación resultaría insuficiente si no se abordan los otros problemas mencionados.
Estamos frente a un debate ineludible, que requiere un abordaje con altura de miras y cuyas propuestas de solución no pueden continuar postergadas.
Fuente: La Tercera